Mi abuelo estaba enfado con Dios. Decía que no se hablaba con él desde que se llevó cuando más la necesitaba, a su amada esposa. Se sentía muy solo sin ella.
No quería saber nada de Dios. Así que tuve que armarme de paciencia y darle tiempo para que el dolor por la pérdida de su esposa (mi abuela) se fuera atenuando.
Unos meses después, ya más serenado su dolor, y de haberme acompañado a algún culto, pude hablar tranquilamente con él y decirle: Yayo, Dios es real, y a pesar de que tu no termines de creerlo, una cosa te pido, cuando te sientas solo y no puedas más, dile: “Señor donde tu estés, yo quiero estar”. (Juan, 14:2-3) Me miró y no me contestó.
Pasados unos años enfermó. Sus hijos e hijas, entre ellas mi madre le cuidaban y le velaban en la noche.
Una mañana, al ir a visitarle, uno de mis tíos que pasó la noche con él, me dijo: //El abuelo ha perdido la cabeza, pues toda la noche se la pasó diciendo: Señor, donde tu estés, yo quiero estar//.
No pude ocultar una pequeña sonrisa que brotó de mi corazón. No olvidó mi abuelo lo que le dije tiempo atrás. Y dije para mis adentros, bendita la locura de mi abuelo. Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios. (1 Cort. 1:18)
Un par de días después, partió con el Señor. Al cerrarle los ojos con mi propia mano, le di las gracias a Dios por que él es bueno y porque para siempre es su misericordia.
Y dijo (el ladrón) a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.
Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. (Lucas, 23:42-43)
Qué testimonio tan bonito Antonio. ¡Cuántos llegarán al cielo porque en el último momento la semilla que recibieron tiempo atrás, por fin, dió fruto!
Sí, para mí fue una confirmación. El Señor no abandona a nadie, aunque esté a las puertas de la muerte, que clame a Él.