Requiere, el apóstol Pablo, en la primera de las epístolas que le dirige a su discípulo Timoteo, que los hombres oren; y que oren en cualquier lugar.
Quiero que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contenienda. (1ª Tim. 2:8)
Añadiendo que la oración debe ir acompañada de santidad, debido a que si la oración y la santidad son compañeras, el resultado de esta acción, sorprenderá a propios y extraños, porque el Señor oye la oración de los justos. (Santiago, 5:16)
Todo lo contrario a lo que sucede, cuando la santidad está ausente, aunque la oración esté presente:
Cuando extendáis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos; asimismo cuando multipliquéis la oración, yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos. (Isaías, 1:5)
Así que, atendiendo al requerimiento de san Pablo, deberíamos hacer nuestra la petición que el rey David, como hombre de oración que fue, elevó al Padre, para que nuestras oraciones al igual que las suyas, lleguen a su presencia y no queden sin respuesta:
Suba mi oración delante de ti, como el incienso. El don de mis manos como la ofrenda de la tarde. (Salmos, 141:2)
¿Puedes pensar en ello?