Releyendo el libro del Ezequiel, me quedé de nuevo sorprendido con la familiaridad con que el Señor le habla al profeta Ezequiel. Familiaridad que pensando en lo bueno, hubiera querido para mí.
Aunque muy bien me podría aplicar lo dicho por el Señor a Ezequiel al enviarle a exhortar a los israelitas; y no sólo yo, sino todos aquellos que comisionados por el Señor tienen la oportunidad de dar a conocer la Palabra de Dios a las gentes, la escuchen o la dejen de escuchar.
Yo, pues, te envío a hijos de duro rostro y de empedernido corazón; y les dirás: Así ha dicho Jehová el Señor. Acaso ellos escuchen; pero si no escucharen, porque son una casa rebelde, siempre conocerán que hubo profeta entre ellos. Y tú, hijo de hombre, no les temas, ni tengas miedo de sus palabras, aunque te hallas entre zarzas y espinos, y moras con escorpiones; no tengas miedo de sus palabras, ni temas delante de ellos, porque son casa rebelde. Les hablarás, pues, mis palabras, escuchen o dejen de escuchar; porque son muy rebeldes.
Mas tú, hijo de hombre, oye lo que yo te hablo; no seas rebelde como la casa rebelde; abre tu boca, y come lo que yo te doy. Y miré, y he aquí una mano extendida hacia mí, y en ella había un rollo de libro. (Ezequiel, 2:4-9)
Porque los que nos dedicamos a dicho ministerio, reunimos (con mucha humildad lo digo) algunas de las condiciones que reunía el profeta Ezequiel, a saber: Hemos sido llamados, nos alimentamos de la Palabra de Dios y deseamos aunque a veces con algo de temor (como Ezequiel) proclamar “toda” la Palabra de Dios. Pudiendo añadir una condición más: la de entristecernos y deprimirnos un poco, cuando vemos que la Palabra no hace mella en los escuchantes. Sobre todo en los “escuchantes cristianos”.
Porque no envió el Eterno al profeta Ezequiel a que hablara a pueblo extraño, sino a su pueblo. Pueblo que estaba sufriendo las consecuencias de haber dejado de lado los decretos y mandamientos de Dios:
Si anduviereis en mis decretos y guardareis mis mandamientos, y los pusiereis por obra,
yo daré vuestra lluvia en su tiempo, y la tierra rendirá sus productos, y el árbol del campo dará su fruto. Vuestra trilla alcanzará a la vendimia, y la vendimia alcanzará a la sementera, y comeréis vuestro pan hasta saciaros, y habitaréis seguros en vuestra tierra. Y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante; y haré quitar de vuestra tierra las malas bestias, y la espada no pasará por vuestro país. (Levítico, 26:3-6)
Promesas estas, del Dios que les liberó de la esclavitud de Egipto y que al principio agarraron con fuerza los israelitas, pero que al tiempo olvidaron. Dejando de lado lo que como pueblo de Dios, emocionados, aseguraron asumir; y a pesar de que conocían lo que les podría ocurrir, no se mantuvieron firmes en lo que en su día se comprometieron guardar, atrayendo sobre ellos mucho llanto y dolor:
Pero si no me oyereis, ni hiciereis todos estos mis mandamientos, y si desdeñareis mis decretos, y vuestra alma menospreciare mis estatutos, no ejecutando todos mis mandamientos, e invalidando mi pacto, yo también haré con vosotros esto: enviaré sobre vosotros terror, extenuación y calentura, que consuman los ojos y atormenten el alma; y sembraréis en vano vuestra semilla, porque vuestros enemigos la comerán. Pondré mi rostro contra vosotros, y seréis heridos delante de vuestros enemigos; y los que os aborrecen se enseñorearán de vosotros, y huiréis sin que nadie os persiga. (Levítico, 26:14-17)
Y al igual que Ezequiel, los llamados al ministerio de la palabra, además de ser enviados para la edificación de la iglesia (Efesios, 4:11-16) también lo son, en caso ser necesario, para la corrección de las deficiencias espirituales y doctrinales que se pudieran presentar. Porque la corrección es parte de la edificación. (Tito, 1:5)
Lo que no sé es, si al haber sido llamados para ser atalayas, ya que esta función también entra “en el llamado de Dios” somos lo suficientemente conscientes de la responsabilidad que ello implica, porque si nos atenemos a lo que el Señor le dijo a Ezequiel, la cosa es muy seria:
Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel; oirás, pues, tú la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte. Cuando yo dijere al impío: De cierto morirás; y tú no le amonestares ni le hablares, para que el impío sea apercibido de su mal camino a fin de que viva, el impío morirá por su maldad, pero su sangre demandaré de tu mano. Pero si tú amonestares al impío, y él no se convirtiere de su impiedad y de su mal camino, él morirá por su maldad, pero tú habrás librado tu alma. Si el justo se apartare de su justicia e hiciere maldad, y pusiere yo tropiezo delante de él, él morirá, porque tú no le amonestaste; en su pecado morirá, y sus justicias que había hecho no vendrán en memoria; pero su sangre demandaré de tu mano. Pero si al justo amonestares para que no peque, y no pecare, de cierto vivirá, porque fue amonestado; y tú habrás librado tu alma. (Ezequiel, 3:17-21)
Porque no solo se trata, de hablar (predicar) de las cosas bellas que nos esperan en el paraíso, ni de cambiar a una nueva dimensión o de recibir una unción mas fresca, que también; si no de dar a conocer “toda la palabra de Dios” aunque parte de ella no acabe de gustar a muchos escuchantes; ya que si el Señor le dijo a Ezequiel que hablara al pueblo, escucharan o dejaran de escuchar, tal vez como “voceros de Dios” (con mucha humildad lo digo) deberíamos hacer lo mismo.
Ya san Pablo, al despedirse de los ancianos de la iglesia de Éfeso, camino de Jerusalén, les recordó, para que hicieran lo mismo, que al no haber rehuido a “anunciar todo el consejo de Dios” estaba limpio de cualquier responsabilidad futura, ya que a su partida se iban a levantar de entre ellos mismos, hombres que a través de falsas doctrinas arrastrarían tras si a muchos de los discípulos alejándolos de Dios.
Por tanto, yo os protesto en el día de hoy, que estoy limpio de la sangre de todos; porque no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios. Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre. Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos. Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno. (Hechos, 20:26-31)
Toque este de san Pablo para que no caer en el error de creer que con el tiempo todo se arregla; cuando de lo que se trata es de intentar corregir cualquier falta, pecado, deficiencia o error doctrinal del pueblo de Dios, a través de La Palabra, la escuchen o la dejen de escuchar.
Así que de nosotros depende.
Que la Gloria sea siempre para nuestro Dios.