Leí recientemente un artículo, en el que se menciona que en los años 30 del pasado siglo, un inmigrante judío advirtió un árbol creciendo en el desierto del Néguev, sin agua que lo regara. Extrañado, Simja Blass que así se llamaba el inmigrante, cavó alrededor del árbol y descubrió un caño averiado que enviaba pequeñas gotas de agua a sus raíces.
Así que gota a gota, el pequeño arbusto fue “alimentándose” a través del agua que llegaba a sus raíces hasta convertirse en un frondoso árbol, a pesar que estaba en un inmenso y seco desierto.
Imaginémonos por un momento, que sucedería, si fluyera hacia todas aquellas personas que se encuentran viviendo en desiertos personales, sedientas de cariño, paz o justicia, aunque fuera gota a gota, la misma agua que le ofreció el Señor Jesús a la mujer samaritana:
Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna. La mujer le dijo: Señor, dame esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla. (Juan, 4: 13-15)
¿Te lo puedes imaginar? Porque las palabras sobran.
Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán. (Isaías, 4:31)
A todos los sedientos: Venid a las aguas… (Isaías, 55:1)
¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? (Romanos, 10:14)
¿Podrías pensar en ello?